Una de las mentiras de la democracia es que los seres
humanos son iguales. La palabra igualdad es uno de los conceptos más inciertos
pese a su base lógico matemática, sobre todo cuando nos referimos a las
personas y sus peculiaridades. De hecho, los textos de consulta llaman tanto a
la igualdad como a la desigualdad creencias, es decir convicción personal, o
verdad subjetiva.
Todos pareciesen que comparten la idea básica que el
ser humano es digno por dicha condición, pero de ahí pretender que somos
iguales hay una diferencia cuyo transito es espinoso. Una constatación
histórica es que mientras se predica una convicción, los hechos muestran una
realidad diferente. Por muy dignos que creamos ser en nuestra humanización,
cuando tratamos de migrar tras trabajo a Europa, pasamos de ser dignos humanos
a pinches sudacas. Esa metamorfosis es materia de sesudos estudios sociológicos
de los profesionales de la conducta y la forma de ser de los humanos. Una de
nuestros grupos indígenas más conspicuos es la de los Urus, y dentro de ellos,
los Chipayas. Según los payasos de la sociología, una familia chipaya está
conformada por el padre, la madre, los hijitos chipayas y el antropólogo,
obviamente gringo. Más allá de estas curiosidades graciosas, es evidente que el
resto del planeta no nos ve como sus iguales, sino como curiosas piezas del
folklore latino, de allí que no hay k·anka que no tome fotos a cholitas y a
abarqueros que pululan sobre nuestro territorio. Dentro de las fronteras, nos
sabemos desiguales y aunque no negamos nuestra dignidad humanoide, es evidente
el afán travesti de nuestros políticos que se disfrazan de maneras variopintas
para asegurar que representan culturas diferentes en este estado plurinacional,
donde hay una nación minera que usa guadatojos para discutir el contenido de
las leyes, unos emponchados carmín, conocidos por sus tribales practicas de
canibalismo, junto a la parafernalia de aguayos, acsos, chumpis y tullmas y una
generalización de orientales de supuesta ascendencia guaraní que han logrado
ser los únicos visibles en las llanuras, olvidándose en su altanería que no son
los únicos llaneros o silvícolas. Si sumamos a los vallunos y tomamos
conciencia de los olvidados, pandinos y benianos, ya tenemos a todo el arcoíris
que conforma Bolivia, evidentemente desigual, diferente, y con muy poco en
común.
Sería una gran paso en esto de conducir el
conglomerado abigarrado de los bolitas de oro, como nos llaman los
rioplatenses, el tomar decisiones sobre lo que se viene y lo que no se viene.
Es poco probable que el imperio incaico retorne a la vida diaria y que haya el día
de gozo racial de reconstrucción del Tahuantinsuyo. Menos aún que los guaraníes
orientales logren al fin hacerse de todo el país. Los olvidados seguirán en esa
condición y los vallunos continuarán en ese recorrer el mundo, que permite
afirmar que en todas partes hay un cochabambino.
Me viene a la memoria la Revolución de los jóvenes de Turquía,
a comienzos del siglo XX, movimiento que concluiría con la presencia de Kemal Atatürk en la década del 30,
solucionando varias cosas similares a los problemas del plurinacionalismo, políticos disfrazados,
musulmanes al acecho y minorías separatistas, es decir lo que viene enfrentando
la Bolivia de hoy. Si aceptamos que la igualdad del ser humano, o su
desigualdad, son meras creencias subjetivas, es posible que aceptemos medidas
prácticas de convivencia tras del desarrollo económico, más aún si el sistema
de los creyentes en el Pachacuti se agotó. Este señor que traigo a colación,
dejó atrás la monarquía musulmana, la diversidad de naciones, el baldón del
narcotráfico, y dio inicio a una secularización de Turquía, legalizando y
controlando el cultivo de la adormidera y por lo tanto del opio, entregando a
una sola identidad a todos los grupos de su plurinacionalidad, el ser turco y
un fuerte presidencialismo, pese a que de origen los Jóvenes Turcos y su revolución,
reimplantaron el Congreso o parlamento.
Esta creencia que somos iguales, permite actualmente
que cualquiera ocupe cargo público de elección sin saber leer ni escribir, y
que un genio del algebra o de la física cuántica no pueda tener trabajo por no
saber hablar aymara.
Y ahí vamos, con leyes que hacen personas que no han
ido siquiera a la primaria, con reformas maoístas que buscan la educación por
el trabajo agrario, presentes en nuestro sistema educacional, con universidades
que juegan al auto engaño y que ponen en circulación profesionales que no dan
la talla en lo que se supone es su especialidad.
El saber leer y escribir en castellano y por lo menos
tener educación secundaria debería ser el mínimo de exigencia para los cargos
de elección. La reducción en número o el servicios gratuito en los entes
legisladores, una medida muy aconsejable; la reducción de los empleados públicos por
igual, vengan de donde vengan, pueden ser formas reales de entender que el ser
humano no es igual, y que la ignorancia es un baldón que debe impedir la
participación en la cosa pública. Que antidemocrático que estoy. Hasta a mi me
da miedo eso de renunciar a disfraces, plantear que sólo somos bolivianos, y
dejar de lado los rencores de los 500 años y cosas similares. A fin de
conciliar diferencias, podríamos inmolar a nuestros dioses vernaculares,
incluida la pacha mama, los achachilas, y toda religión que requiera de
sacrificios, a todos los politicastros que han despeñado el país con sus
disfraces incluidos y con ese degüello general arrancar un nuevo amanecer, que
creo se dice Jacha Uru. Es cosa de animarse.
*El autor amaneció un poquitín extremista. Qué comerá,
de seguro se preguntan.
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