Siempre hemos asociado el sueño con el descanso. Pero hay sueños que para muchos son pesadillas. Uno de estos casos son los expedientes verdes del Tribunal Constitucional. Condenados por los avatares de la política nacional a un descanso forzado, mantienen despiertos a funcionarios gubernamentales, políticos de oposición, presos, particulares y mucha gente más. Son más de quinientos y dormían el sueño de los justos. Para diferenciarlos de los demás, les pusieron una cartulina de color verde por carátula.
Ocurre que el control de la constitucionalidad fue la causa de la Creación del Tribunal Constitucional, y como se dice en criollo, empezó con volapié, es decir, con una alta calidad jurídica y un gran apego a la defensa del derecho de las personas.
Me comentaba una de las profesionales que estuvo desde el nacimiento de este ente de control, que la cosa no fue simple. Llegaron sin saber mucho, o sabiendo nada de lo que debían hacer, y de a poco fueron formando un manera de operar y una doctrina constitucional.
Si usted, lector, está ya por dejar de leer esta nota y se va a ir a deportes, haga un esfuerzo, pues se trata de cosas le importan, salvo que sea de los pocos que sueñan con la dictadura del proletariado y un país amurallado para no perder su supuesta virginidad.
La palabra virginidad ya atrajo su atención, lo que es bueno. Pero no, se trata que los expedientes verdes contengan material procaz o divertido. Al tratarse de discusiones sobre constitucionalidad, se trata de las peleas de si una ley contraria a los bolivianos, puede existir porque el gobierno quiere, o si hay quien se anime a ponerle el cascabel al gato, y le pare el coche a los abusivos de siempre.
Se que para muchos, los abusivos actuales pueden vestir de azul, pero a fe de verdad, todo aquel que por algún artilugio llega a Palacio, se cree más omnipotente que el Creador y en su sesera discurre que todo aquel que se le oponga comete traición a la patria. Para tener esta convicción no es necesario más que llegar al gobierno, por la vía que sea y con la sigla que le haya servido- Es parte del ser humano caer en la deificación.
Esta historia, que afirma que el que gobierna se envicia en esos círculos áulicos que le tañen campanas, le reciben con fanfarrias y le ponen flores y le dicen jefe, es tan antigua como nuestro país. En el resto del mundo tratan de paliarla los opositores y de ahí ha surgido constituciones, derechos humanos y demás parafernalia que alabamos en democracia. Pero, el que manda, el gobernante, jamás le hace gracia que le limiten su poder.
Revolución, reforma, hombre nuevo, interés nacional, interés de estado, pervivencia del país, mayoría absoluta, y un largo etc. son los justificantes más en boga aquí y en la quebrada del ají para creerse el reycito. ¡Ay de aquel que pretenda pararse contra el poder¡, cualquiera sea el color que este sea.
Para contrarrestar ese poder, está el tribunal Constitucional el que debe decirle -esto puedes y esto no puedes-, con toda la fuerza que la ley tiene. Esta tarea se hace propia de un sueño, cuando es el mismo gobernante el que ubica a sus amiguitos y amiguitas en los cargos de control constitucional. Actualmente se discute si eso pasó o no pasó, pero no es motivo de estas disquisiciones.
Lo concreto es que los aproximadamente medio millar de expedientes verdes esperan ser resueltos y que en todo estos años, han sido dejados ahí, en medio de telarañas, a fin de no enojar a los omnipotentes. Es evidente que los antiguos Tribunos a dedo dijieron: “Juez que no resuelve nada, en nada se equivoca”.
Que determinada ley, decreto, resolución ministerial sea abusiva, anti democrática, violadora de derechos humanos, ilegal y urticariante, se engloba en una sola palabra: Esas normas son inconstitucionales. Que fulano está preso sin motivo. Que estas decisiones son ilegales, son situaciones que debieron ser resueltos de inmediato. Temas como esos se esconden tras los verdes de la desesperanza, donde el hecho de no haberlos resuelto en su momento, ya supone una injusticia.
No tan antiguamente, siempre era el dedazo el que llevaba a los abogados a los cargos de Tribunos, ahora llamadas Magistraturas. Era evidente que la suerte de los verdes se decidiría en base de las instrucciones del Gobierno. Ahora podría ser diferente. Le ruego por favor que no se ría. Por ahí, los magistrados del Tribunal Constitucional tienen los pantalones bien amarrados, o las faldas si usted quiere, y se animan a fallar contra el poder establecido.
En la puerta de la ex Corte Suprema, el día de la posesión de las nuevas autoridades, la barra metía flores, serpentinas y mixtura de papel picado a los ganadores, sin importar de donde provenían y sacaban para cada cual letreros de apoyo. Una dama, que me hacía recordar los antiguos cuadros de las barzolas del movimiento, gritaban a voz en cuello «y no traten de pararse, que el MAS los ha elegido”.
Que efecto tendría en los ánimos de los posesionados este recordatorio de la conciencia popular, lo ignoro. Pero los verdes claman por ser resueltos de verdad. El último grupo de Tribunos, puestos por el dedo del gobierno, evitó hacerlo, con mil razones, y cuando tenían que resolver, preferían usar la comisión de admisión para sacarle tarjeta roja al tema y no decidir el fondo, en vergonzoso truco leguleyesco, haciéndonos recuerdo que la justicia inoportuna es abuso y no es justicia.
Los verdes deben estar despertando y muchos jerarcas actuales habrán perdido el sueño. A los demás, a usted a y a mi, sólo nos queda esperar y mirar de palco como funciona la nueva justicia boliviana.
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miércoles, enero 11, 2012
jueves, mayo 25, 2006
Sobre la ignorancia y los líderes políticos
por Guillermo Torres López *
«Nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda», señalaba Marthin Luther King, defensor de los derechos civiles. Esta cita sirve para empezar una disgresión sobre nuestra ignorancia, sus consecuencias, las vergüenzas que nos provoca y en lo posible despertar un afán de redimirlas.
¿Se podrá hablar de una ignorancia nacional? De seguro que muchos entendidos en el arte de las encuestas y de los promedios, podrán adelantar una operación de cálculo, donde la ignorancia promedio es igual a los años de escolaridad, más los años de experiencia, partido o dividido por la edad del individuo, multiplicado por la población en edad de saber y dividida por la cantidad de habitantes de estas tierras.
Sepa Dios cual fuera el resultado obtenido, pero la falta general de instrucción o la falta de conocimiento de una materia dada, manera en que nuestra lengua define el concepto de ignorancia, y por lo tanto de ignaro o ignorante, es un mal común de los aproximadamente 8 mil millones de homos falsamente sapiens con que se nos clasifica entre los animales, aunque a raíz de esta afirmación viene a cuento eso de mal de muchos, consuelo de tontos.
¿Puede el estado, ese ente jurídico y abstracto ser ignorante? La respuesta inmediata es que el solo hecho de preguntarlo demuestra estupidez, una variable de la ignorancia, ya que el estado por muy persona jurídica que sea sólo existe en el cacumen de los juristas y nadie vio al estado caminando por calle alguna. Lo que si es factible es que los estadistas lo sean, a pesar de si mismos, pues «lo que es muy difícil de comprender por los hombres es su ignorancia con respecto a ellos mismos.»
Esto implica que existirán ignorantes hombres públicos que ni se les pasa por la cabeza esa condición de ignorantes en muchos casos supinos, ya que no saben lo que se puede y debe saberse, sobre todo si se es figura pública y líder de masas.
Sin embargo en este juego de vanidades y cosas prácticas del mundo, el ser humano desde antaño inventó formas para ocultar en parte ese desconocer, sobre todo en materias específicas, donde el no saber no es pecado. Ahí se inventaron los voceros oficiales, las relaciones públicas, los asesores y toda la larga lista de los que supuestamente saben. Y si bien no hay estado ignorante, no por eso es menos cierto que el decoro nacional exige que cualquiera sea nuestro país, este jamás aparezca metiendo la pata a través de sus autoridades. Se piensa que si alguien gobierna fue elegido por su sabiduría, nunca por su estupidez. Vana presunción cuando se ve los desaguisados de autoridades que muy frescos de cuerpo dicen barbaridades, como se recuerda las expresiones de un Ministro sobre el valor alimenticio de la hoja de coca, otro que exige un exhorto suplicatorio de un país amigo para un trámite de expulsión de indeseables que no lo requiere, otro que no tiene idea del «agreement» en las relaciones internacionales y que no sabe que las designaciones de embajadores se consensuan.
Creo que más por ignorancia que por malicia o convicción ideológica se va de gafe en gafe, de error en error y de traspié en traspié..
La pena que nos provoca la burla internacional sobre estos entuertos, nacidos del no saber, serían perfectamente evitables, con sólo contratar a unos cuantos versados en estas ciencias o artes. Hacerlo no desangrará el presupuesto nacional, nos evitara que se nos mude la color cada vez que hay que constatar la última metida de pata, y nos dejará dormir tranquilos sin tener que pasar vergüenzas ajenas. Como ven , no es caro y es posible.
«Nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda», señalaba Marthin Luther King, defensor de los derechos civiles. Esta cita sirve para empezar una disgresión sobre nuestra ignorancia, sus consecuencias, las vergüenzas que nos provoca y en lo posible despertar un afán de redimirlas.
¿Se podrá hablar de una ignorancia nacional? De seguro que muchos entendidos en el arte de las encuestas y de los promedios, podrán adelantar una operación de cálculo, donde la ignorancia promedio es igual a los años de escolaridad, más los años de experiencia, partido o dividido por la edad del individuo, multiplicado por la población en edad de saber y dividida por la cantidad de habitantes de estas tierras.
Sepa Dios cual fuera el resultado obtenido, pero la falta general de instrucción o la falta de conocimiento de una materia dada, manera en que nuestra lengua define el concepto de ignorancia, y por lo tanto de ignaro o ignorante, es un mal común de los aproximadamente 8 mil millones de homos falsamente sapiens con que se nos clasifica entre los animales, aunque a raíz de esta afirmación viene a cuento eso de mal de muchos, consuelo de tontos.
¿Puede el estado, ese ente jurídico y abstracto ser ignorante? La respuesta inmediata es que el solo hecho de preguntarlo demuestra estupidez, una variable de la ignorancia, ya que el estado por muy persona jurídica que sea sólo existe en el cacumen de los juristas y nadie vio al estado caminando por calle alguna. Lo que si es factible es que los estadistas lo sean, a pesar de si mismos, pues «lo que es muy difícil de comprender por los hombres es su ignorancia con respecto a ellos mismos.»
Esto implica que existirán ignorantes hombres públicos que ni se les pasa por la cabeza esa condición de ignorantes en muchos casos supinos, ya que no saben lo que se puede y debe saberse, sobre todo si se es figura pública y líder de masas.
Sin embargo en este juego de vanidades y cosas prácticas del mundo, el ser humano desde antaño inventó formas para ocultar en parte ese desconocer, sobre todo en materias específicas, donde el no saber no es pecado. Ahí se inventaron los voceros oficiales, las relaciones públicas, los asesores y toda la larga lista de los que supuestamente saben. Y si bien no hay estado ignorante, no por eso es menos cierto que el decoro nacional exige que cualquiera sea nuestro país, este jamás aparezca metiendo la pata a través de sus autoridades. Se piensa que si alguien gobierna fue elegido por su sabiduría, nunca por su estupidez. Vana presunción cuando se ve los desaguisados de autoridades que muy frescos de cuerpo dicen barbaridades, como se recuerda las expresiones de un Ministro sobre el valor alimenticio de la hoja de coca, otro que exige un exhorto suplicatorio de un país amigo para un trámite de expulsión de indeseables que no lo requiere, otro que no tiene idea del «agreement» en las relaciones internacionales y que no sabe que las designaciones de embajadores se consensuan.
Creo que más por ignorancia que por malicia o convicción ideológica se va de gafe en gafe, de error en error y de traspié en traspié..
La pena que nos provoca la burla internacional sobre estos entuertos, nacidos del no saber, serían perfectamente evitables, con sólo contratar a unos cuantos versados en estas ciencias o artes. Hacerlo no desangrará el presupuesto nacional, nos evitara que se nos mude la color cada vez que hay que constatar la última metida de pata, y nos dejará dormir tranquilos sin tener que pasar vergüenzas ajenas. Como ven , no es caro y es posible.
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