por Guillermo Torres López (*)
Así sea en broma, aún se comenta que el primer impuesto que se cobró a alguien en este universo, «era sólo por un tiempo», mientras duraba la necesidad que lo originó. Pese al agua corrida desde Adán a la fecha, ya se nos hizo costumbre ese ritual de pagar al estado parte de lo que recibimos, cualquiera sea nuestra actividad.
Quiérase o no, el pago de los impuestos es una de las características del estado moderno, donde ya casi nadie discute la obligación de aportar al funcionamiento de la cosa pública. Decía mi abuela en relación a esa cosa pública, que lo que es de todos no es de nadie, como explicación del porqué el civitas o ciudadano destruye su propio habitat, es decir, agarra a patadas el ornato público, las plazas, los parques, hace bolsa los caminos y no cuida para nada esos bienes de la humanidad, como el aire, el cielo y las aguas. De allí que contribuir a los caminos a, las obras públicas, y a muchas cosas que no vemos, entre ellas los sueldos de los políticos y de los empleados públicos, se nos hace tarea dificil, incluso penosa y a veces injustificable.
Si técnicamente las razones de mi abuela son valederas o no, no es momento de discutirlas, sin embargo, aún hoy en este país donde vivimos, la obligación de pagar impuestos se nos hace cuesta arriba, y no hay discurso que nos convenza de poner parte de nuestros ingresos en la cuenta del estado, sean las arcas de la conocida Renta, que se disfraza cada cierto tiempo en nombres nuevos, la aduana o a la alcaldía. Obviamente hay honrosas excepciones. Personas llenas del fervor patrio tan loable de pagar todos sus impuestos. Si usted es una de ellas, mejor ya no lea, pues de seguro no compartirá las opiniones de mi venerada abuelita, que como ya se estará dando cuenta, cuando pudo evadió tributos.
En el afán tan de moda de hacer prevalecer el derecho de los muchos, representados teóricamente por el estado, en contra de los pocos, es decir usted y yo, se incluyó una disposición en la Constitución Política del estado. La carta magna, esa que fue aprobada no hace mucho, que pocos conocen, y que tanta tinta a motivado, nos ha dado una regla que a muchos les da espanto. Se trata del artículo 324 que dice que no prescribirán las deudas por daños económicos causados al estado.
Mi abuela, en su comprensión simple de las cosas, de seguro que de haber vivido estos espasmos legislativos, habría sufrido de un súbito ataque de piel de gallina seguida de más de un soponcio ante este nuevo estado nacional, de tan buena memoria, en un país de desmemoriados.
La novedad de un estado pronto a cobrar antiguas deudas, ha sido el nuevo cuco para muchos. Algunos con razón, pues de abuelos a padres y a hijos vivieron y lucraron de la cosa pública, por las buenas y por las malas, con tienda o negocio, con curul o con jinetas. La imprescriptibilidad haría que sus pilatunadas fueras expuestas en cualquier momento de aquí a la eternidad, lo que les provocó todo tipo de pesares, También hay otros que se asustan del vuelo de una mosca. Ahora los vemos a todos preocupadísimos de este nuevo orden de cosas, donde algunos creen que tendrán que pagar los despilfarros de veteranos parientes de uña larga, alguno ya en el cementerio.
Las razones de mi abuela, respecto a este nuevo orden de cosas, a la larga la habrían calmado a ella misma, pues siempre me predicó que este Alto Perú era país de acomodos y sobre todos de doctores, es decir, nada definitivo y todo charlable y arreglable. Su tranquilidad le permitió sobrevivir al colgamiento de Villarroel, la revolución nacional, a las guerrillas de Ñancahuazu, al Che Guevara, a la UDP, al gringo presidente y su neo liberalismo y a todos los dictadores y dictadorcillos que ha dado luz esta tierra.
La experiencia, como madre de la ciencia no queda jamás en duda y para muestra el siguiente botón. Nuestros técnicos, apoyados por sus similares extranjeros, han demostrado en un evento sobre tributos realizado en la capital Sucre, que tal imprescriptibilidad no es aplicable a los impuestos.
Este descubrimiento que no ha causado el revuelo que merece, ha sido festejado en muchos lugares de acuerdo a las tradiciones de cada cual, La novedad es que los impuestos todavía prescriben, pese al texto constitucional. Si usted logra bicicletear a la renta o a la alcaldía, en unos años podrá respirar tranquilo y salir tan blanco como una paloma sin haber aportado un peso al erario nacional. La postura fue sesudamente expuesta y apoyada por preclaros jurisperitos del mundo hispano parlante. La razón principal no es la protección del contribuyente avivado, sino evitarle hernia y flato a los servidores públicos encargados de recolectar el vil billete de los contribuyentes, quienes ante la imprescriptibilidad de la deuda tributaria jamás tendrían descanso, pudiendo morir en el intento, lo que nadie quiere. De seguro que mi abuela habría escuchado a todos estos dignos expositores, con una sonrisa en los labios, ratificando que en este país nada es definitivo y todo puede pasar. O como ella misma decía «aquí pasa todo y no pasa nada». Ya en el colofón, por si algún inspector de impuestos leyera estas letras, y al saber que mi abuela se hizo la desentendida del pago de tributos pretendiese perseguir a sus dignos descendientes, le aclaro que ella es un personaje de ficción y que yo me reproduzco por gajo.
(*) El autor es periodista y abogado
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